Extraits
LA BESTIA DE LAS DIAGONALES
(Extrait) (Bs. As., Simurg, 1999)
siete
caciques muertos y gallitos ciegos
Volvía agotado de las eternas tardes con Fajardo. Folios y más folios. Mis cuarenta años los llevaba colgados de las nalgas, me tiraban hacia abajo, desagradecidos, me hacían andar arrastrando las polainas, apoyándome pesadamente en el bastón como a la espera de algún impulso mágico que me permitiera encadenar los movimientos. Me encerraba en la soledad de la casa húmeda, de patios sucesivos, y repetía un juego infantil: apretaba con firmeza los ojos y me echaba a andar por las piezas ciegas, giraba hasta perder el sentido de la orientación y seguía caminando, me agachaba como si tuviera que pasar por puertas para enanos, me alejaba de las paredes como si me amenazaran mil tentáculos de blandas ventosas, e invariablemente, al separar los párpados, me encontraba en el cuarto de las reliquias, frente a los bastones de los antepasados rigurosamente ordenados en la pared. ¿No son signos evidentes esos? ¿Eh, eeehhh?
Sonaba el teléfono. Oía vibrar la campanilla en el aire detenido y espeso de las piezas. Sonaba, sonaba. Los pasos de la criada retacona y aindiada llegaban apagados a través de las paredes. Venía hasta mi recámara.
- El señor Dillon al teléfono.
- Dígale que ya voy.
Invariablemente, los miércoles por la noche reservábamos junto a Paunero, Dudley, Basset y Oliveira la cancha de pelota del Centro Vasco. A correr, a transpirar las blancas camisas, los blancos pantalones. El cansancio de la semana se iba por espacio de una hora. Sentía la tensión latente de los músculos, la fuerza que se descargaba en el paletazo, la explosión de la pelota contra el frontón, el chasquido del choque contra la paleta, las suelas silbando y resbalando, la sangre en los tímpanos. Un furor duro y mesurado.
- Hola, Dillon.
Nos alternábamos para confirmar la reserva de la cancha y prever algún contratiempo. Durante el juego, el sudor me hacía olvidar la fatiga de los folios y los folios, a Fajardo y a Roca, los cuarenta años se me salían a chorros con el sudor. Luego cenábamos y nos olvidábamos de las miserias humanas. Los amigos eran profesores de inglés o francés en el Colegio Nacional, hombres cultos, melómanos, grandes lectores. Allí me olvidaba de los signos, de la danza macabra que creía deshilvanar en los callados hechos de todos los días. Dormía como ángel, como un santo. Y el jueves me despertaba temprano e iba al galpón del fondo envuelto en una bata, con una toalla alrededor del cuello, y hacía gimnasia durante una hora, entre las herramientas y el cacareo de las batarazas.
Pero bastaba abrir el diario para que todo se viniera abajo con el aliento fétido del demonio. En Río Santiago, la langosta había devorado los pajonales y expulsado toda una fauna impávida. Los gatos monteses atacaban gallineros, un bebé que una madre confiada había dejado durmiendo en el moisés, al fresco de la galería, se hacía picotear los ojos por un cuervo. Ese mismo día muere en el Museo de Ciencias Naturales, en brazos de su amigo, el Perito don Francisco Moreno, el cacique Inacayán, a quien el doctor había liberado del cautiverio y abierto las puertas de la que sería su casa, el Museo. Murió, entre milodentes descubiertos en San Antonio de Areco y en la Patagonia y las colecciones que el científico había ido trayendo poco a poco del depósito del Banco Hipotecario. Digo, entonces: ¿no son signos evidentes esos? ¿Eh, eeehhh?
Suena el teléfono. Don Isidoro Campos. Quedamos en vernos esa misma noche, pase por mi casa, por favor. El día en el despacho de Fajardo es atroz, exasperante. Compulsamos datos, paso a la lectura anotada de los folios de la instrucción. Reviso las declaraciones en busca de contradicciones, de omisiones, de errores. Confecciono una lista no muy convincente. Secundaria en todo caso.
Vuelvo a pensar en la llamada de la mañana. Presiento que don Campos trae datos, revelaciones. En todas partes se burlan de él, sobre todo luego de que «El Día» publicara su última carta: «Hace veintidós años que prácticamente empecé a observar el estado atmosférico(«. Este dato me fascina. Ahí había algo. Una prueba. Estábamos en 1877. La ciudad no existía, ni siquiera en los más asfixiantes delirios patricios. Y él ya andaba fijándose en el cielo. Se conectaban, pues, los signos. La armonía muda. El concierto de pantomimas y matorrales.
siete
caciques muertos y gallitos ciegos
Volvía agotado de las eternas tardes con Fajardo. Folios y más folios. Mis cuarenta años los llevaba colgados de las nalgas, me tiraban hacia abajo, desagradecidos, me hacían andar arrastrando las polainas, apoyándome pesadamente en el bastón como a la espera de algún impulso mágico que me permitiera encadenar los movimientos. Me encerraba en la soledad de la casa húmeda, de patios sucesivos, y repetía un juego infantil: apretaba con firmeza los ojos y me echaba a andar por las piezas ciegas, giraba hasta perder el sentido de la orientación y seguía caminando, me agachaba como si tuviera que pasar por puertas para enanos, me alejaba de las paredes como si me amenazaran mil tentáculos de blandas ventosas, e invariablemente, al separar los párpados, me encontraba en el cuarto de las reliquias, frente a los bastones de los antepasados rigurosamente ordenados en la pared. ¿No son signos evidentes esos? ¿Eh, eeehhh?
Sonaba el teléfono. Oía vibrar la campanilla en el aire detenido y espeso de las piezas. Sonaba, sonaba. Los pasos de la criada retacona y aindiada llegaban apagados a través de las paredes. Venía hasta mi recámara.
- El señor Dillon al teléfono.
- Dígale que ya voy.
Invariablemente, los miércoles por la noche reservábamos junto a Paunero, Dudley, Basset y Oliveira la cancha de pelota del Centro Vasco. A correr, a transpirar las blancas camisas, los blancos pantalones. El cansancio de la semana se iba por espacio de una hora. Sentía la tensión latente de los músculos, la fuerza que se descargaba en el paletazo, la explosión de la pelota contra el frontón, el chasquido del choque contra la paleta, las suelas silbando y resbalando, la sangre en los tímpanos. Un furor duro y mesurado.
- Hola, Dillon.
Nos alternábamos para confirmar la reserva de la cancha y prever algún contratiempo. Durante el juego, el sudor me hacía olvidar la fatiga de los folios y los folios, a Fajardo y a Roca, los cuarenta años se me salían a chorros con el sudor. Luego cenábamos y nos olvidábamos de las miserias humanas. Los amigos eran profesores de inglés o francés en el Colegio Nacional, hombres cultos, melómanos, grandes lectores. Allí me olvidaba de los signos, de la danza macabra que creía deshilvanar en los callados hechos de todos los días. Dormía como ángel, como un santo. Y el jueves me despertaba temprano e iba al galpón del fondo envuelto en una bata, con una toalla alrededor del cuello, y hacía gimnasia durante una hora, entre las herramientas y el cacareo de las batarazas.
Pero bastaba abrir el diario para que todo se viniera abajo con el aliento fétido del demonio. En Río Santiago, la langosta había devorado los pajonales y expulsado toda una fauna impávida. Los gatos monteses atacaban gallineros, un bebé que una madre confiada había dejado durmiendo en el moisés, al fresco de la galería, se hacía picotear los ojos por un cuervo. Ese mismo día muere en el Museo de Ciencias Naturales, en brazos de su amigo, el Perito don Francisco Moreno, el cacique Inacayán, a quien el doctor había liberado del cautiverio y abierto las puertas de la que sería su casa, el Museo. Murió, entre milodentes descubiertos en San Antonio de Areco y en la Patagonia y las colecciones que el científico había ido trayendo poco a poco del depósito del Banco Hipotecario. Digo, entonces: ¿no son signos evidentes esos? ¿Eh, eeehhh?
Suena el teléfono. Don Isidoro Campos. Quedamos en vernos esa misma noche, pase por mi casa, por favor. El día en el despacho de Fajardo es atroz, exasperante. Compulsamos datos, paso a la lectura anotada de los folios de la instrucción. Reviso las declaraciones en busca de contradicciones, de omisiones, de errores. Confecciono una lista no muy convincente. Secundaria en todo caso.
Vuelvo a pensar en la llamada de la mañana. Presiento que don Campos trae datos, revelaciones. En todas partes se burlan de él, sobre todo luego de que «El Día» publicara su última carta: «Hace veintidós años que prácticamente empecé a observar el estado atmosférico(«. Este dato me fascina. Ahí había algo. Una prueba. Estábamos en 1877. La ciudad no existía, ni siquiera en los más asfixiantes delirios patricios. Y él ya andaba fijándose en el cielo. Se conectaban, pues, los signos. La armonía muda. El concierto de pantomimas y matorrales.
OBRAS COMPLETAS, DE FERNANDO FOSSATTI
(extrait de Perdidos por ahi, México, Siglo XXI editores, 2004)
a la Chancha y a Fernando
Nosotros contábamos la historia con ligeras variantes, confundiendo -más por descuido que por mala intención- el recorrido de una murga que habíamos acompañado en el Carnaval del 71 o exagerando la intensidad del olor a musgo de los muros de una vieja iglesia que habíamos orinado en cualquier madrugada de fiesta.
La contábamos en rueda de amigos, en veladas en las que se fumaban Minister, Camel o Gauloises, regados con cachaça, cerveza o armagnac, cuando Buenos Aires sonaba tan distante como las campanas llamando a misa un domingo gris y ventoso a las ocho de la mañana.
Generalmente coincidíamos, en algún lugar de la historia, con una visión de Fernando completamente delirante, un ocaso vinoso en plaza San Martín, criticando con voz chillona a Mallea ante las cabeceadas aprobatorias del grupo de ilustres desconocidos cuyo valor y gloria principal era ser amantes de la noche, rabiosos despreciadores del sueño y enamorados del castillo de arenas de las palabras que albergaban discusiones acerca del barroquismo de las caderas de la profesora de matemáticas, la importancia del coro en las tragedias griegas o la conmoción popular provocada por el último Estudiantes-Gimnasia (que no se compara, por supuesto, con un mísero Vasco da Gama-Flamengo, un París Saint-Germain-Marseille o un Bayer Munich-Hamburgo). Coincidíamos, pues, en Fernando Fossatti una tarde chorreante de calor y un par de cervezas en calle ocho, o en un invierno de bufandas y aire helado, cuando seguíamos, con un ojo entornado por el humo de un porfiado cigarrillo a un lado de la boca, el andar de inalcanzables mujeres, parapetados tras los ventanales del bar “El Escorial” y los anchos vasos de ginebra. Porque el alcohol, según Fernando, es un tajito longitudinal a la estructura de clases de la sociedad argentina, porque no me vas a decir que un whisky escocés es lo mismo que un tintillo en un mostrador grasiento; y también el nombre, no jodamos, dado que-no-es-igual responder a la gracia de Santiago o Gastón que a la de Antonio o Jesús.
Pero a esta altura de nuestros relatos, que como es evidente pretenden retardar la ausencia, los términos se confunden -se difuman, se bifurcan- y alguno -Martín en Heidelberg, el Corto en Río de Janeiro, tal vez yo en París- recuerda que el padre de Fernando cumplía con los deberes de la abogacía en lustroso escritorio en plena diagonal setenta y cuatro, mientras otro afirma que en verdad papá se consumió en un oscuro puesto administrativo y que Fernando era seudónimo y hasta nombre de guerra. Luego nosotros, los que contando apostamos a arrancarte al olvido, volvemos a coincidir en un episodio poco claro de tu militancia en la universidad o cuando es cuestión de tus poemas, traducidos al alemán, francés, portugués…
Entonces alguno narra que en una impronunciable ciudad holandesa, el día de la feria provincial de los estudiantes, descubrió una tarjeta con tu foto editada por un comité de derechos humanos, todo eso sobre una plaza de adoquines oscuros, bajo un cielo amenazante, con la iglesia de paredes ennegrecidas por el tiempo al sur, la alcaldía al norte y a los lados los negocios de artículos de porcelana. Y además un holandés que en difícil portugués (¿o francés? ¿o alemán?) me contó detalles de tu vida, agregó un poster con un texto tuyo, creo que uno que leíste en una plaza pelada de Los Hornos (¿o fue Matías?), me vendió todo carísimo porque las campañas y la solidaridad y yo como un boludo mezclando florines, perdiendo monedas y empapado por la amenaza que se había hecho lluvia.
Al otro día una holandesa seguramente rubia, alta y de ojos grises de tan azules vio como un tipo medio raro se paseaba por la plaza desierta con las manos en los bolsillos de un gabán azul de codos gastados, recibiendo la lluvia en la espalda, con la vista clavada en sus zapatos e ignorando el carrillón que hacía las delicias de los turistas que llenaban los libros de visita de la iglesia. Y hasta dicen que la holandesa se condolió y apenas logró frenar el impulso de acercarse y que cuando te buscó ya no estabas, perdido posiblemente en otra ciudad, envuelto en otros vientos, persiguiendo un poster y un poema de Fernando Fossatti.
Entre los flecos de la historia -su musgo, su semilla: lo que, al fin de cuentas, alguien llevará algún día al papel- se filtra uno de tus versos rescatados y vuelve a ser una tarde en Plaza Moreno por 1973, Fernando, el Corto, Martín, quizás mi nombre, el viento barriendo las hojas resecas antes de que comiencen las peregrinaciones de tu madre por dependencias militares y policiales, el yo señor, no señor, pues entonces quién lo tiene, como ahora que te cuento, esta tarde de París (¿o Heidelberg? ¿o Río?) y que repito, “diluvio y esperanza”, poema, que deletreo este texto torpe que escribís vos mismo.
a la Chancha y a Fernando
Nosotros contábamos la historia con ligeras variantes, confundiendo -más por descuido que por mala intención- el recorrido de una murga que habíamos acompañado en el Carnaval del 71 o exagerando la intensidad del olor a musgo de los muros de una vieja iglesia que habíamos orinado en cualquier madrugada de fiesta.
La contábamos en rueda de amigos, en veladas en las que se fumaban Minister, Camel o Gauloises, regados con cachaça, cerveza o armagnac, cuando Buenos Aires sonaba tan distante como las campanas llamando a misa un domingo gris y ventoso a las ocho de la mañana.
Generalmente coincidíamos, en algún lugar de la historia, con una visión de Fernando completamente delirante, un ocaso vinoso en plaza San Martín, criticando con voz chillona a Mallea ante las cabeceadas aprobatorias del grupo de ilustres desconocidos cuyo valor y gloria principal era ser amantes de la noche, rabiosos despreciadores del sueño y enamorados del castillo de arenas de las palabras que albergaban discusiones acerca del barroquismo de las caderas de la profesora de matemáticas, la importancia del coro en las tragedias griegas o la conmoción popular provocada por el último Estudiantes-Gimnasia (que no se compara, por supuesto, con un mísero Vasco da Gama-Flamengo, un París Saint-Germain-Marseille o un Bayer Munich-Hamburgo). Coincidíamos, pues, en Fernando Fossatti una tarde chorreante de calor y un par de cervezas en calle ocho, o en un invierno de bufandas y aire helado, cuando seguíamos, con un ojo entornado por el humo de un porfiado cigarrillo a un lado de la boca, el andar de inalcanzables mujeres, parapetados tras los ventanales del bar “El Escorial” y los anchos vasos de ginebra. Porque el alcohol, según Fernando, es un tajito longitudinal a la estructura de clases de la sociedad argentina, porque no me vas a decir que un whisky escocés es lo mismo que un tintillo en un mostrador grasiento; y también el nombre, no jodamos, dado que-no-es-igual responder a la gracia de Santiago o Gastón que a la de Antonio o Jesús.
Pero a esta altura de nuestros relatos, que como es evidente pretenden retardar la ausencia, los términos se confunden -se difuman, se bifurcan- y alguno -Martín en Heidelberg, el Corto en Río de Janeiro, tal vez yo en París- recuerda que el padre de Fernando cumplía con los deberes de la abogacía en lustroso escritorio en plena diagonal setenta y cuatro, mientras otro afirma que en verdad papá se consumió en un oscuro puesto administrativo y que Fernando era seudónimo y hasta nombre de guerra. Luego nosotros, los que contando apostamos a arrancarte al olvido, volvemos a coincidir en un episodio poco claro de tu militancia en la universidad o cuando es cuestión de tus poemas, traducidos al alemán, francés, portugués…
Entonces alguno narra que en una impronunciable ciudad holandesa, el día de la feria provincial de los estudiantes, descubrió una tarjeta con tu foto editada por un comité de derechos humanos, todo eso sobre una plaza de adoquines oscuros, bajo un cielo amenazante, con la iglesia de paredes ennegrecidas por el tiempo al sur, la alcaldía al norte y a los lados los negocios de artículos de porcelana. Y además un holandés que en difícil portugués (¿o francés? ¿o alemán?) me contó detalles de tu vida, agregó un poster con un texto tuyo, creo que uno que leíste en una plaza pelada de Los Hornos (¿o fue Matías?), me vendió todo carísimo porque las campañas y la solidaridad y yo como un boludo mezclando florines, perdiendo monedas y empapado por la amenaza que se había hecho lluvia.
Al otro día una holandesa seguramente rubia, alta y de ojos grises de tan azules vio como un tipo medio raro se paseaba por la plaza desierta con las manos en los bolsillos de un gabán azul de codos gastados, recibiendo la lluvia en la espalda, con la vista clavada en sus zapatos e ignorando el carrillón que hacía las delicias de los turistas que llenaban los libros de visita de la iglesia. Y hasta dicen que la holandesa se condolió y apenas logró frenar el impulso de acercarse y que cuando te buscó ya no estabas, perdido posiblemente en otra ciudad, envuelto en otros vientos, persiguiendo un poster y un poema de Fernando Fossatti.
Entre los flecos de la historia -su musgo, su semilla: lo que, al fin de cuentas, alguien llevará algún día al papel- se filtra uno de tus versos rescatados y vuelve a ser una tarde en Plaza Moreno por 1973, Fernando, el Corto, Martín, quizás mi nombre, el viento barriendo las hojas resecas antes de que comiencen las peregrinaciones de tu madre por dependencias militares y policiales, el yo señor, no señor, pues entonces quién lo tiene, como ahora que te cuento, esta tarde de París (¿o Heidelberg? ¿o Río?) y que repito, “diluvio y esperanza”, poema, que deletreo este texto torpe que escribís vos mismo.
HIJOS NUESTROS
A
Eva Ponce
A
José Luis y Mai de Diego,
Claudio Francia,
Jo Gœdert, Céline Guérot,
Alberto y Sol Vital,
Jean Franco, Jean-Marie Lassus, Ernesto Quiles,
Clara Obligado y Roco González Leandri .
Y por muy distintas razones
a Sylvie Astiz.
De alguna manera tengo que encontrarle un nombre a esto, a esta pesadilla de culebra negra, por darle un nombre, porque en realidad no sé cómo calificar al engendro, me doy vueltas en la cama, la almohada habla, qué boluda, me habla y yo le digo calláte, tengo sueño, no me jodas, no me jodas, que la culebra es la saliva sucia que me atasca la garganta y no me deja gritar. Pero no hay forma de esquivar su presencia. Me digo que el título no tiene ningún valor, que sólo importa saber de qué se trata, que lo que quiero contar debe ser una historia, o historia de vida, o testimonio, también transcripción de hechos reales, o a lo mejor evaluación de circunstancias, sondage referente a la coyuntura, informe tácito. Recopilación de elementos provenientes de la vida cotidiana. O historia de vida y muerte. De mucha muerte. Son nombres. Son.
Me llamo Juan Carlos Rébora. Como mi bisabuelo. Y soy periodista. Como él. Los dos trabajamos para el mismo diario, El Día, a más de un siglo que diferencia. Soy periodista, pero no empecé a escribir esto para publicarlo. De verdad que no sé para qué me dediqué a llenar hojas y hojas en la pantalla, a levantarme cada mañana con un furor distinto y con tanta sed, a correr hasta el espejo y fomentar la mala sangre. Desde hace meses que tengo un disquette y una copia, puntualmente reactualizada, únicamente para esto. Para entender. Eso debe ser. Escribir para entender. Garabatear en la pantalla buscando claves y variantes de comprensión, corregir cada mañana con los párpados caídos de sueño, salir pateando ojeras para la redacción y ver a los muchachos que se cagan de risa cuando asomo la trucha, ¿qué te pasó Rébora? ¿metiste las ojeras en una bolsa de carbón? Cuando le hablo de todo esto, de las horas pasadas escribiendo y corrigiendo, Loren se ríe. Mucho. Muchísimo. Pero ése es otro tema.
Me levanto del sofá y voy hasta la ventana. Mi drama es que nunca me tomo en serio. La ventana da a la diagonal 80. Está vacía, ni un coche, nada, la nada total. Podría describir cada detalle, la luz amarilla que salpica el pavimento, rebota, es devorada por la penumbra en la esquina, donde el foco está quemado desde hace varias semanas, se tajea en un grito ahorcado, podría describir las formas que se improvisan, que se acomodan despacito. Amanece y el cielo es una lengua gris que va salpicando la ciudad con manchas de querosén.
El principio fue una tarde de invierno, en el Río de la Plata. Un cielo bajo, saturado de agua, de leche cuajada y tinta. Un aire espeso, con una carga de hollín, se te venía encima y vos decías no puede ser, delirante todo esto y mirabas allá arriba y caía el agua, caía, las gotas pasaban al lado tuyo y reventaban en los charcos. Los coches y los colectivos pegaban bocinazos, aceleraban, se cruzaban con los gritos de los vendedores ambulantes, los choferes que se puteaban, con las radio-cassetteras barajando cumbias y los chirridos como hojitas de afeitar sobre las vías de los trenes que bajaban al puerto, la gente corría y se metía en los pasillos de cemento, se paraba a mirar las ofertas de zapatillas tapándose con un diario, camisetas de fútbol, la de Boca con la propaganda de Quilmes a seis pesos, y el diario ABC de Paraguay o El País de Montevideo y la quinta edición de Crónica con el resultado de las carreras de la tarde en el hipódromo de San Isidro. Entonces vos junabas el cielo y te convencías de que se te venía encima en cualquier momento, si estaba ahí al alcance de la mano, a la distancia de una uña, las nubes panzonas, enanas, sucias de cabecitas de fósforos usados y agua oxigenada. Y la lluvia en los charcos, estirándose, confundiéndose con el barro y el óxido de las chapitas de gaseosas.
El Río de la Plata se había llenado practicamente en Retiro y en la parada del Luna Park subieron cinco muchachos. Subieron empujándose, a las carcajadas, y uno no quiso pagar. El chofer se dio cuenta y le dijo muy tranquilo si no pagás no arranco. La voz era de madera seca. Se hizo un silencio atorrante, zumbón, y todos los pasajeros tuvimos miedo. Era horrible y yo quería subirme al techo, pegarme como una mosca intoxicada con flit y enseguida volar, volar, volar, para saber si zafaba o me iba a pique irremediablemente. Entonces uno, el que después, mucho después, supe que era el jefe, habló. Habló y no entendí lo que dijo. Habló en una lengua rara. O mejor dicho articuló de una manera rara, porque después, cuando me hice amigo del Bocha y empecé a grabar las conversaciones me acostumbré a esa forma de hablar, de tanto repasar y repasar, de tanto poner cara de otario y decirle –era la única pregunta que me autorizaba- cómo dijiste y hacerle repetir y repetir, estaba distraido, perdoná, hasta sacarle la costra a las palabras; hasta escarbarlas despacito y encontrarles el zumo, hasta que ya después fluyeron solitas, coleteando como renacuajos en un vaso de orín. Escuchaba el cassette acostado en el mosaico del departamento de la diagonal 80, fumando, los dedos manchados de nicotina, no fumés tanto nene, decía mamá. Tiraba el humo hacia el techo y sentía los latidos del corazón, oía el chisporroteo del disco rígido y los sonidos de alerta de los que entraban en comunicación en MSN. “Estoy vivo”, pensaba, “estoy vivo y quiero contar la historia del Bocha”.
Ahora, mientras me releo, me pregunto qué puede haber pensado un peatón viéndonos en la pecera. Qué boludos, no darnos cuenta. Eso: el ómnibus era una pecera en la plaza del Correo de Buenos Aires, de donde salen colectivos para el norte, el sur y el oeste, una pecera que avanzaba, pesada, entre los toques de bocina, y cada mirada iba para el Bocha y los otros cuatro tipos que, se notaba, en cualquier momento podían rociarnos con nafta y quemarnos de un saque sin el menor remordimiento, o sacar calibres serruchados y afanarnos hasta el último peso mientras nos cortaban la cara con una navaja de esas gruesas así que llevaban en la mano izquierda. O violar a la chica tan linda del primer asiento o a la viejita con ropa de luto o hasta al nene de cinco años que los miraba como si nunca hubiera visto a tipos así. Gente distinta. Los otros. Eso: los otros.
Se sentaron en el piso y prendieron cigarrillos y sacaron latas de cerveza. El conductor los relojeaba por el retrovisor, pero ya no les dirigió la palabra. Yo decía que en cualquier momento algún forro iba a pelar el celular y a hablar con voz estrangulada a la cana, estamos secuestrados en el Río que va a La Plata. Nos iban a parar en el peaje de Hudson y nos iban a cagar a tiros. Yo decía, yo me decía…
Eva Ponce
A
José Luis y Mai de Diego,
Claudio Francia,
Jo Gœdert, Céline Guérot,
Alberto y Sol Vital,
Jean Franco, Jean-Marie Lassus, Ernesto Quiles,
Clara Obligado y Roco González Leandri .
Y por muy distintas razones
a Sylvie Astiz.
De alguna manera tengo que encontrarle un nombre a esto, a esta pesadilla de culebra negra, por darle un nombre, porque en realidad no sé cómo calificar al engendro, me doy vueltas en la cama, la almohada habla, qué boluda, me habla y yo le digo calláte, tengo sueño, no me jodas, no me jodas, que la culebra es la saliva sucia que me atasca la garganta y no me deja gritar. Pero no hay forma de esquivar su presencia. Me digo que el título no tiene ningún valor, que sólo importa saber de qué se trata, que lo que quiero contar debe ser una historia, o historia de vida, o testimonio, también transcripción de hechos reales, o a lo mejor evaluación de circunstancias, sondage referente a la coyuntura, informe tácito. Recopilación de elementos provenientes de la vida cotidiana. O historia de vida y muerte. De mucha muerte. Son nombres. Son.
Me llamo Juan Carlos Rébora. Como mi bisabuelo. Y soy periodista. Como él. Los dos trabajamos para el mismo diario, El Día, a más de un siglo que diferencia. Soy periodista, pero no empecé a escribir esto para publicarlo. De verdad que no sé para qué me dediqué a llenar hojas y hojas en la pantalla, a levantarme cada mañana con un furor distinto y con tanta sed, a correr hasta el espejo y fomentar la mala sangre. Desde hace meses que tengo un disquette y una copia, puntualmente reactualizada, únicamente para esto. Para entender. Eso debe ser. Escribir para entender. Garabatear en la pantalla buscando claves y variantes de comprensión, corregir cada mañana con los párpados caídos de sueño, salir pateando ojeras para la redacción y ver a los muchachos que se cagan de risa cuando asomo la trucha, ¿qué te pasó Rébora? ¿metiste las ojeras en una bolsa de carbón? Cuando le hablo de todo esto, de las horas pasadas escribiendo y corrigiendo, Loren se ríe. Mucho. Muchísimo. Pero ése es otro tema.
Me levanto del sofá y voy hasta la ventana. Mi drama es que nunca me tomo en serio. La ventana da a la diagonal 80. Está vacía, ni un coche, nada, la nada total. Podría describir cada detalle, la luz amarilla que salpica el pavimento, rebota, es devorada por la penumbra en la esquina, donde el foco está quemado desde hace varias semanas, se tajea en un grito ahorcado, podría describir las formas que se improvisan, que se acomodan despacito. Amanece y el cielo es una lengua gris que va salpicando la ciudad con manchas de querosén.
El principio fue una tarde de invierno, en el Río de la Plata. Un cielo bajo, saturado de agua, de leche cuajada y tinta. Un aire espeso, con una carga de hollín, se te venía encima y vos decías no puede ser, delirante todo esto y mirabas allá arriba y caía el agua, caía, las gotas pasaban al lado tuyo y reventaban en los charcos. Los coches y los colectivos pegaban bocinazos, aceleraban, se cruzaban con los gritos de los vendedores ambulantes, los choferes que se puteaban, con las radio-cassetteras barajando cumbias y los chirridos como hojitas de afeitar sobre las vías de los trenes que bajaban al puerto, la gente corría y se metía en los pasillos de cemento, se paraba a mirar las ofertas de zapatillas tapándose con un diario, camisetas de fútbol, la de Boca con la propaganda de Quilmes a seis pesos, y el diario ABC de Paraguay o El País de Montevideo y la quinta edición de Crónica con el resultado de las carreras de la tarde en el hipódromo de San Isidro. Entonces vos junabas el cielo y te convencías de que se te venía encima en cualquier momento, si estaba ahí al alcance de la mano, a la distancia de una uña, las nubes panzonas, enanas, sucias de cabecitas de fósforos usados y agua oxigenada. Y la lluvia en los charcos, estirándose, confundiéndose con el barro y el óxido de las chapitas de gaseosas.
El Río de la Plata se había llenado practicamente en Retiro y en la parada del Luna Park subieron cinco muchachos. Subieron empujándose, a las carcajadas, y uno no quiso pagar. El chofer se dio cuenta y le dijo muy tranquilo si no pagás no arranco. La voz era de madera seca. Se hizo un silencio atorrante, zumbón, y todos los pasajeros tuvimos miedo. Era horrible y yo quería subirme al techo, pegarme como una mosca intoxicada con flit y enseguida volar, volar, volar, para saber si zafaba o me iba a pique irremediablemente. Entonces uno, el que después, mucho después, supe que era el jefe, habló. Habló y no entendí lo que dijo. Habló en una lengua rara. O mejor dicho articuló de una manera rara, porque después, cuando me hice amigo del Bocha y empecé a grabar las conversaciones me acostumbré a esa forma de hablar, de tanto repasar y repasar, de tanto poner cara de otario y decirle –era la única pregunta que me autorizaba- cómo dijiste y hacerle repetir y repetir, estaba distraido, perdoná, hasta sacarle la costra a las palabras; hasta escarbarlas despacito y encontrarles el zumo, hasta que ya después fluyeron solitas, coleteando como renacuajos en un vaso de orín. Escuchaba el cassette acostado en el mosaico del departamento de la diagonal 80, fumando, los dedos manchados de nicotina, no fumés tanto nene, decía mamá. Tiraba el humo hacia el techo y sentía los latidos del corazón, oía el chisporroteo del disco rígido y los sonidos de alerta de los que entraban en comunicación en MSN. “Estoy vivo”, pensaba, “estoy vivo y quiero contar la historia del Bocha”.
Ahora, mientras me releo, me pregunto qué puede haber pensado un peatón viéndonos en la pecera. Qué boludos, no darnos cuenta. Eso: el ómnibus era una pecera en la plaza del Correo de Buenos Aires, de donde salen colectivos para el norte, el sur y el oeste, una pecera que avanzaba, pesada, entre los toques de bocina, y cada mirada iba para el Bocha y los otros cuatro tipos que, se notaba, en cualquier momento podían rociarnos con nafta y quemarnos de un saque sin el menor remordimiento, o sacar calibres serruchados y afanarnos hasta el último peso mientras nos cortaban la cara con una navaja de esas gruesas así que llevaban en la mano izquierda. O violar a la chica tan linda del primer asiento o a la viejita con ropa de luto o hasta al nene de cinco años que los miraba como si nunca hubiera visto a tipos así. Gente distinta. Los otros. Eso: los otros.
Se sentaron en el piso y prendieron cigarrillos y sacaron latas de cerveza. El conductor los relojeaba por el retrovisor, pero ya no les dirigió la palabra. Yo decía que en cualquier momento algún forro iba a pelar el celular y a hablar con voz estrangulada a la cana, estamos secuestrados en el Río que va a La Plata. Nos iban a parar en el peaje de Hudson y nos iban a cagar a tiros. Yo decía, yo me decía…